Hace unos días me llegaba a casa el último volumen de las obras completas de Miguel Delibes y lo recibía con una mezcla de ilusión y de cierta tristeza. Finalizaba la colección que había comenzado cuatro años atrás, con el autor en vida, en el año de su defunción. Tal vez contribuía a ello la climatología adversa, que se ha mantenido a lo largo del fin de semana y el comienzo de esta otra que hoy se inicia, pero lo cierto es que cuando puse en el reproductor el audiolibro que me regalaron con este último ejemplar de sus obras no pude más que emocionarme. Se trataba de Un mundo que agoniza, transcripción del discurso de ingreso en la Real Academia Española de uno de los autores que posiblemente más me haya marcado y cuya voz, esta vez emitida por sus propias cuerdas vocales a la par que por su infalible pluma, me trajo el recuerdo de la primera vez que leí esta obra suya que me parece, hoy día, tan actual como hace treinta y cinco años, cuando fuese escrita; tan imperecedera –lamentablemente, en este caso- como el resto de sus textos.
A través de Un mundo que agoniza (o El sentido del progreso desde mi obra, como titulase el discurso) nos introduce Delibes en su visión de la Naturaleza y la interacción del hombre con esta, plasmada a lo largo de toda su obra escrita, una relación no exenta de desequilibrio y peligro por cuanto las acciones del hombre sobre su entorno tornan, las más de las veces, en su contra con el transcurrir del tiempo. A lo largo de sus treinta y dos páginas, don Miguel nos lleva de la mano a conocer a tantos científicos y autores imprescindibles para conocer y afrontar una crisis ecológica sin precedentes como la que se hiciera patente a mediados del pasado siglo XX: Barry Commoner, Rachel Carson, André Gorz (también conocido por su seudónimo Michel Bosquet) hacen acto de presencia para ilustrar algunos de los ejemplos que nos trae el autor sobre los daños provocados por el mal uso de la técnica y la ciencia en pro de alcanzar un progreso erróneamente concebido.
Las palabras, que en voz de políticos y grandes corporaciones resultan hueras y pierden su significado, deseaba Delibes oírlas en voz del pueblo. En 2009 disculparía así su ausencia durante la presentación de la Nueva Gramática por parte de la RAE:
Queridos amigos. Lamento no poder asistir a la presentación de la Nueva Gramática, pero mi salud —no tan boyante como yo desearía— y los años me lo impiden. Sin embargo, me siento orgulloso del trabajo ímprobo de mis compañeros y de que tantos de los textos de mis obras figuren como ejemplo del habla de Castilla, la que yo aprendí de niño, la que oí más tarde, perfeccionada, de la boca desdentada de los viejos castellanos en las plazuelas de nuestros pueblos. Mi mayor deseo sería que esta Gramática fuera definitiva, que llegara al pueblo, que se fundiera con él, ya que, en definitiva, el pueblo es el verdadero dueño de la lengua.
Unas palabras plenas de sentido a las que un pueblo dota de significado, palabras que designan aquello que quieren decir y no encubren lo que no se desea mostrar. Vemos, así, algo que siempre intuimos; que su obra, de tan local, es plenamente universal. Así nos lo demuestra (y conste que me encantó comprobarlo una vez más) nuestro amigo R., que ha disfrutado recientemente con la lectura de El Camino y de Cinco horas con Mario. La Castilla delibeana, al igual que le ocurre a la Comala de Juan Rulfo, sin pertenecer al reino de la imaginación como Yoknapatawpha o Macondo, es tan universal como todas ellas. El hombre y la Tierra, ambos dos, como insistiese desde el propio título de su más conocida serie de televisión el Dr. Félix Rodríguez de la Fuente, amigo de Miguel Delibes, habrán de ser juntos o no seremos:
El Barbas, como el resto de mis personajes, buscan asideros estables y creen encontrarlos en la Naturaleza. El viejo Isidoro regresa de América con la ilusión obsesiva de encontrar su pueblo como lo dejó. A su modo, intuye que el verdadero progresismo ante la Naturaleza, como dice Aquilino Duque, es el conservadurismo. En rigor una constante de mis personajes urbanos es el retorno al origen, a las raíces, particularmente en momentos de crisis: Pedro, protagonista de La sombra del ciprés, refugia en el mar su misoginia; Sebastián, de Aún es de día, escapa al campo para ordenar sus reflexiones; Sisi, el hijo de Cecilio Rubes, descubre en la Naturaleza el sentido de la vida; a la Desi, la criada analfabeta de La Hoja Roja, la persigue su infancia rural como la propia sombra.
Desgraciadamente, apuntaba más arriba, esta obra de Delibes es tan universal y vigente como el resto de sus libros. Y escribo en este tono negativo porque mucho ha cambiado en el mundo desde que se dirigiese al resto de académicos con su discurso y a la sociedad desde sus libros y lo poco que lo ha hecho a mejor. Hoy día la sociedad, en su más amplio sentido, sigue perdida en el consumo
Es la civilización del consumo en estado puro, de la incesante renovación de los objetos -en buena parte, innecesarios- y, en consecuencia, del desperdicio. Y no se piense que este pecado -grave sin duda- es exclusivo del mundo occidental puesto que, si mal no recuerdo, Kruschev declaraba en sus horas altas de 1955 que la meta soviética era alcanzar cuanto antes el nivel de consumo americano. El primer ministro ruso venía a reconocer así que si el delirio consumista no había llegado a la URSS no era porque no quisiera sino porque no podía. Sus aspiraciones eran las mismas.
Por eso hay días en los que uno se siente solitario a su pesar y hace suya la letra de un conocido fandango ya que “entre más pasan los años más me aparto del rebaño porque no sé adónde va”.
Mis personajes hablan poco, es cierto, son más contemplativos que locuaces, pero antes que como recurso para conservar su individualismo, como dice Buckley es por escepticismo, porque han comprendido que a fuerza de degradar el lenguaje lo hemos inutilizado para entendernos. De ahí que el Ratero se exprese por monosílabos; Menchu en un monólogo interminable, absolutamente vacío; y Jacinto San José trata de inventar un idioma que lo eleve sobre la mediocridad circundante y evite su aislamiento.
Mis personajes no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineludiblemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles.