miércoles, 4 de enero de 2012

¿Arte?

He comenzado a leer, en orden, los libros que componen la serie de novelas protagonizadas por el inspector Méndez y escritas por Francisco González Ledesma. Aunque algunos de ellos no me son desconocidos, lo cierto es que no había leído con anterioridad El expediente Barcelona, el primero en el que aparece Méndez. En uno de los capítulos iniciales, escrito a modo de epístola, encontramos una cruda descripción del mundo del toreo, que el autor conoce a la perfección debido a su trabajo periodístico, y aunque me consta lo duro del texto (o tal vez precisamente porque por eso mismo transmite la crudeza de cuanto nos narra) he querido traerlo aquí. No hace mucho, además, hablaba sobre el dolor animal en Andanzas de un Trotalomas.
A veces, los domingos de sol, cuando la ciudad era amable y hasta las calles lograban sonreír, íbamos al fútbol. Un domingo de verano, excepcionalmente, fui a una corrida de toros. El ambiente de la tarde, la tierna sensualidad del aire, el mismo deambular de la gente que llenaba las calles, fue llevándonos hasta la puerta de la plaza. Rodríguez y yo entramos; los otros se quedaron fuera. Y creo que nunca he pasado unas horas tan bochornosas como aquellas.
¿Qué buscaba allí la gente? ¿Arte? ¿Pero qué arte había en hacer siempre lo mismo? Me juego aquello que cuelga a que no hay tanda de naturales —idénticos unos a otros— que no acaben con el pase de pecho —siempre idéntico— en una especie de eternidad sangrienta. En fin, discúlpeme si me indigno. Y le añadiré que, si hubiese arte, este quedaría anulado por el hecho de que la materia con que se construye es el martirio de una bestia noble y a la que nadie ha enseñado a defenderse.
Por esto —cosa que no me ocurría en el fútbol— me hubiera peleado con quien fuese. Aparte de lo que había oído contar de toros sangrados, muertos de hambre, molidos a golpes o con los cuernos afeitados, lo evidente es que, después de la suerte de varas, al animal se le destrozan los músculos del cuello y ya no puede girar la cabeza. Acercarse a él es como «jugarse la vida» arrimándose al tren, pero sin entrar en la vía. ¿Qué quería entonces la gente? ¿La sensación y la emoción de que el «maestro corría peligro»? Absurdo. En cifras absolutas y en cifras relativas, es mucho más peligroso hacer de albañil, de minero, de chófer y hasta de macarra que de «maestro» de este gremio. Uno va toda la vida a «fiestas» en la Monumental o las Arenas, y no ve una cogida de verdad. Eso sí, los partes facultativos siempre hablan de hígados al aire, de testículos arrancados, de heridas de treinta centímetros y de «pronóstico gravísimo», lo cual no impide, cosa chocante, que al cabo de quince días el agonizante vuelva a actuar. Los médicos deben hacerlo porque así se animan las cosas de la fiesta.
El único momento un tanto peligroso es el de la muerte del toro, porque en esa excepcional ocasión el animal sí que puede embestir a un hombre que tiene de frente y no al lado, detrás del engaño, pudiendo por tanto hacer uso del cuello, que le han destrozado previamente. Los «accidentes», sin embargo, son menos probables que los que pueda sufrir un pobre tipo que esté trabajando en los cimientos de un meublé.
Entonces llegué a una conclusión quizá sorprendente, pero muy arraigada en mí: la gente iba allí para ver sufrir a una bestia, para hartarse de sangre. Contemplaban extasiados la ejecución de un animal porque no podían contemplar la ejecución de un hombre.
Y resultaba bien extraño que todo eso lo ligaran a sensaciones espirituales, que lo ligaran a la música, al sol, a las flores y al aire libre, cuando lo único que había era el sudor de animal acorralado (la angustia terrible del toro que da vueltas y vueltas al anillo, buscando una salida imposible), sangre sobre la piel y sobre la arena sucia, el dolor de la bestia, que chillaría si pudiese, que imploraría piedad antes de su muerte inevitable.
¡Aquella petición estéril, que nadie quería ver bajo el sol de las cinco de la tarde!
Y los caballos ciegos captando la «humanidad» de la gente que chilla. Y el desuello de las reses en la penumbra miserable que hay bajo las gradas. Y hasta los jugos gástricos provocados por ese pensamiento: Mañana, parte de ese cuerpo lo tendré en mi estómago.
Todo aquello era la «fiesta».
Hube de ligarla, también sin querer, a oscuras satisfacciones sexuales de la gente. A movimientos temblorosos en los labios secretos de las mujeres, cuando la sangre corría. A pálpitos furtivos en la entrepierna de los hombres cuando el picador aprieta y aprieta hasta que la bestia, hasta que «el bicho», hasta que «el marracó», «el enemigo» y todas esas palabras de retrete, se rinde con la piel desecha (golpecito en la entrepierna, chupada al puro, mirada de reojo).
Me avergonzaba de ser español, de que alguien pudiera creer que, por serlo, aceptaba todo aquel mundo negro. Y Milanés también estaba indignado. Aquella tarde gritó no sé qué de la madre de uno de los «maestros» (quizá le dio recuerdos) y nos expulsaron a los dos.

Francisco González Ledesma, El expediente Barcelona.

2 comentarios:

Lectora dijo...

Impresiona, la verdad es que nunca he estado en una corrida de toros, las he visto alguna vez por la tele y no me han gustado.

Algo que nunca entenderé y que debe ser porque soy muy burra porque es tan evidente que se me tiene que estar escapando algo, es porqué no hacen corridas de toros donde se pueda lucir el arte del toreo pero sin dañar al bicho, torear pero sin matar ni clavar banderillas ni eso ¿es una tontería muy gorda lo que digo? porqué no lo hacen?

Homo libris dijo...

Muy buenas, Sonja.

Posiblemente tu propuesta tendría buena acogida si no fuese porque, me temo, a los aficionados al toreo sí que les gusta contemplar al toro caído, vencido por la supremacía del hombre, del "maestro". Si no, como dices, no se explica que en pleno siglo XXI siga existiendo un espectáculo tan abominable como este.

Un abrazo.